miércoles, 15 de diciembre de 2010

Un flojeras en la Corte de Mandanga

La envidia no es el pecado nacional, es la flojera. He llegado a esta conclusión de la forma más tonta, al verme los guantes de lana chorreando grasa de los fish and chips, y seguir comiendo con ellos sin inmutarme. Da igual que viaje, que huya, soy una yonqui de Mandanga, si no cómo es posible que esté frente al British Museum con la boina calada hasta las pestañas, y en vez de disfrutar del apetecible día plomizo londinense o de distraerme con las ochocientas mil momias que me esperan, dé la espalda al mayor centro de expoliación arqueológica y camine sin rumbo con dos cruces clavadas en el cerebelo: Miguel Ángel Fernández Ordóñez y la flojera.

La flojera es el pecado nacional y Fernández Ordóñez quien mejor la representa. Vamos por el mundo enarbolando la bandera de la individualidad, y no somos nada más que imágenes encadenadas que los otros nos colocan, máscaras que se superponen y el primer viento pulveriza. Ordoñez ha porteado durante treinta años la máscara de la sobrada preparación, la de entendederas financieras superlativas, hasta que los pertinaces acontecimientos lo descubren y aparece el flojeras que es.

Su flojedad y negligencia ha hecho que el Banco de Mandanga haya fallado en su tarea principal: asegurar la fiabilidad y la solidez del sistema bancario. No ha previsto ni ha evitado la exposición al crédito inmobiliario, ¡qué incordio tomar medidas!, y éste ha adquirido tal monstruoso tamaño que amenaza a las entidades financieras con devorarlas —ya pueden hacer tantos stress test como estrellas hay, que de ficciones contables está lleno el firmamento de Irlanda—. Al igual que su jefe de la Moncloa lo único que se le da bien son las frases ridículas con pretensiones; la última a propósito de la reforma de pensiones dice así: “es la forma menos traumática, el trabajar algunos añitos más”. No me detengo en la incoherencia que supone el consejo, cuando él ha propiciado y alentado las prejubilaciones en las cajas y bancos. Es más interesante el acto fallido del diminutivo ‘añitos’, denota que tiene al pueblo soberano por infantil e inmaduro, niñitos que hay que convencerlos de que se tienen que zampar la sopa por su bien.

Con un tempano colgado de la punta de la nariz y al tiempo que empujo la puerta de un pub donde pienso consolarme de tanta frialdad, recitó en honor de Miguel Ángel Fernández Ordoñez unos versos de Manuel Machado: ¡Que todo como un aura se venga para mí!/que las olas me traigan y las olas me lleven/y que jamás me obliguen el camino a elegir. Exaltación a la inmadurez.

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